Jorge Osbaldo (Colombia)
Jorge osbaldo: Un cuento nacido bajo el signo de piscis. En otros
zodiacos: tigre o jaguar. Sin embargo, da más la impresión de un chivo montuno…
de esos flacos y locos, para que no lo devoren los dientes humanos… y aún
pastorean en un pueblo llamado: Siachoque.
Oriundo de Siachoque, Boyacá.
Residencia actual: Bogotá.
Ganador Primer Puesto en poesía
del Programa estímulos a la creación Artística. Ganador de Concurso de Poesía y
Cuento –Ciudad de Bogotá-, Promovido por la fundación Cultural El Pretexto.
Ganador en Crónica para el libro: “Bogotá por Bogotá”, Fondo de Promoción de la
Cultura.
Ganador Primer Puesto en Cuento,
Crónicas barriales Localidad de Kennedy 2011. Ganador Mención de Honor del
Primer Concurso Distrital de Cuento, Dramaturgia y Poesía 2011, promovido por
la Biblioteca el Tintal-Biblored bibliotecas públicas.
Ganador tercer Premio Concurso
Nacional de Novela Corta, Universidad central de Colombia 2014, con la novela: A un paso del salto.
Ganador segundo puesto
Internacional y primero por Colombia, Concurso Internacional de Cuento Ciudad
de Pupiales 2018. 32 países participantes, 2046 cuentos. Cuento ganador: Carita manchada de tierra.
Publicado en La revista
latinoamericana La raíz Invertida. Revista # 85 Puesto de Combate 2018. Revista
Brevaria, Internacional de Chile 2020.
Libros publicados:
Madera de Árbol: Microcuentos poéticos. 2012.
Una burra de ojos verdes. Novela. 2017.
El antifaz de las máscaras: Espínodos-Aforismos. 2017.
9 Difuntos: cuentos. Sello Uniediciones, Editorial Ibañes 2019.
Voces y piedras: Microcuentos. Segunda edición, El Taller Blanco
Ediciones.
Último encuentro
Golpean y no puedo negar que siento algo de zozobra al ver que la puerta se estremece. Pasan los segundos, se escuchan más golpes y, tanto mi madre como yo, nos miramos con inquietud.
Me acuerdo del ojo visor, unos pasos y enfoco la mirada. Un nudo en el pecho y, por un momento, contengo la respiración. Acomodo mejor la urna bajo mi brazo y continúo observando mientras otros golpes, cinco o seis, truenan con más insistencia. El rostro, de quien está al otro lado, hace una mueca y se acerca tanto que apenas logro verle la nariz y los ojos. Su expresión es fuerte, una mezcla de contrariedad y angustia, quizá porque no se le abre pronto. Me retiro del ojo visor y vuelvo a mirar a mi madre, a mi viejita que apenas medio se ve a través del marco que separa la cocina de la sala. No dice nada en palabras, pero sí dice mucho en la soledad de sus rasgos. Qué hago… ¿Escondo la urna? No, algo me dice que no es necesario y abro la puerta. El puño, a punto de golpear otra vez, con una moneda incrustada en los dedos, queda suspendido en el aire.
Don salomón sonríe, guarda la moneda en el bolsillo y dirige la mano para saludarme. Es una mano de más de ochenta años. Los dedos están torcidos por la artritis y las uñas muestran esa tierra que de seguro viaja con él desde hace tiempos. La otra mano aferra un bastón de palo amarillento. Un sombrero color mostaza y una ruana blanca en lana de oveja, resaltan sobre su traje gris.
—Don Salomón, siga, por favor —le digo.
Sus pasos lentos abordan la sala y se detienen junto a la silla más próxima. “Um”, pronuncia al sentarse. Sus manos quedan sobre el bastón mientras me pregunta por don Manuelito.
Don Manuelito es mi padre. Hasta hace un mes y unos días, todavía me preguntaba: “¿Qué habrá pasado con don Salomón? Ojalá esté bien. Ya va para medio año que no se aparece por aquí”.
Los dos se iban a caminar por algún barrio, o sentados en uno de estos parques, se ponían a hablar y hablar durante horas. Planeaban negocios y recordaban a personajes de ya quién sabe cuántos calendarios bajo sus tumbas. “Le compro su telar —le decía a mi padre—, es para llevármelo a San Miguel de Sema, que allá con tantos clientes de un lado y otro, tiempo es lo que le falta a uno para hacer ruanas”.
Don Salomón ya me ha preguntado dos veces por mi padre. Y mientras saluda a mi madre que le responde desde la cocina, vuelve su mirada hacia mí.
—¿Y don Manuelito, dónde está? —Continúa con algo de impaciencia que se le nota en la voz ronca—. ¿Cómo se encuentra él de salud?
En la cocina se oye un suspiro. Qué pena, ya debo responderle. Miro a mi madre que ha prendido la estufa, y me vuelvo para decirle que mi padre está bajo mi brazo.
—¿Cómo? No le entiendo —dice y esboza una sonrisa.
—En esta urna —le respondo—. Aquí están sus cenizas. Hará dos horas que me las entregaron en el crematorio del cementerio de Chapinero.
El rostro de don Salomón dibuja una
incredulidad que me hace estremecer. Se pone de pie y pide que le permita la
urna. Mientras la toma y vuelve a sentarse con ella entre las manos, le cuento
lo sucedido desde las nueve de la mañana de ese domingo cuando a mi padre lo
atropelló un maldito taxi.
Ya tenía afectado el corazón, los pulmones, y aunque le había dado trombosis, estaba recuperado. Iba y venía sin ningún tropiezo, pero tenía que aparecer ese carro amarillo.
Un hospital que solo le trató unas contusiones en la rodilla, tres días en la casa, cinco días en otro hospital que mediante radiografías le detectó fracturas en casi todas las costillas, cuatro días en la casa, otra recaída y, la mala decisión de un último hospital: once días amarrado a una camilla, once días con sondas y mangueras, once días de tortura. En cada visita pensaba incluso en desconectarlo. ¿Para qué prolongarle la vida en medio de ese sufrimiento? ¿Para qué seguir ocupando una camilla que podría estar salvando a otra persona con una mejor expectativa? Y al fin, también un domingo a las nueve de la mañana, como el día del accidente, una llamada para informar que me necesitaban de urgencia en el hospital. ¿Qué otra noticia podía esperar? Se había ido el viejito.
Digo algunas cosas del entierro, del proceso judicial que ya está radicado, y termino con las imágenes de un sueño de anoche: una casita con jardines y hortalizas, unas gallinas, una vaca, dos ovejas, dos perros, y mi padre: alegre con su telar y sus peines de hacer ruanas y cobijas. Al rato ya tenía un libro y leía en voz alta algo sobre los pueblos indígenas de América. Dejó el libro y pasó a descascarar un palo para hacer unas cucharas. Arregló la pata de una butaca, desenredó un poco de alambre, clavó una puntilla en el marco de un espejo, afiló un cuchillo, se rascó la cabeza, le quitó unas pulgas a los perros, y al rato ya iba de camino hacia una loma muy parecida o quizá la misma que cuando yo era niño, señalaba y me decía: “Mijo, allá esa loma que se ve reflejar, era donde el difunto primo Amelio se sentaba a contemplar el mundo”.
Don Salomón aprieta la urna y me dice
que si puede destaparla. Esta vez no espera mi respuesta, sino que levanta la
tapa, rompe el plástico de la envoltura y entierra la mano.
—Don Manuelito, don Manuelito —dice. Y al sacar la mano con unas cenizas que aprieta hasta volverlas polvo, deja escapar un par de lágrimas.
El olor a tinto invade la cocina y la sala.
En memoria de mi padre: Manuel
Antonio Barón Suíca. Viracachá, Boyacá 01 de diciembre 1932-Bogotá 29 de agosto
1914.
En memoria de Salomón
Palacios: ¿…?-Bogotá 01 de enero 2019.
Comentarios
Publicar un comentario
Gracias por participar